Por Mayra Fernández, José Antonio Paniagua y Daniela Villanueva – Equipo de psicología

En nuestro rol de cuidadores, es común tener un millón de dudas en torno a cuál es la mejor manera de acompañar a los niños y adolescentes en su proceso de formación. Queremos confiar en ellos, pero esta no es tarea fácil. Muchas veces tenemos dudas con respecto a si están listos para enfrentarse a los distintos retos que van apareciendo en su día a día. Otras veces sentimos temor ante la posibilidad de que se hagan daño si no estamos ahí para protegerlos. En este camino de mucha incertidumbre, es esencial detenernos a pensar hasta dónde debemos llegar nosotros para que ellos puedan aprender a hacerse cargo de sí mismos usando sus propias herramientas. Para lograr esto, es necesario conocer qué están preparados para hacer los niños y adolescentes en función de su etapa de desarrollo para poder definir cuál debe ser nuestro papel a desempeñar como cuidadores. En este artículo, se realizará una revisión de lo mencionado, empezando por la primera infancia. Al nacer, los bebés son personas que necesitan de la ayuda de un otro para sobrevivir. El rol de los papás se vuelve fundamental, pues son estos los que satisfacen las necesidades fisiológicas y psicológicas de los infantes, quienes todavía no tienen las capacidades para ser autosuficientes (Chodorow, 1984). Al ir creciendo, estos últimos poco a poco buscan satisfacer algunos de sus deseos por sí mismos, apoyándose de su cuerpo y sus sentidos (Erikson, 1950). Es tarea de los padres el permitir que el infante se identifique como una persona que tiene intereses y deseos separados de los de sus cuidadores, brindándole la distancia pertinente al menor para que pueda explorar de manera segura el mundo (Winnicott, 1945). Es a partir de esta interacción con el espacio, en que los niños aprenden. En este contacto, incorporan nuevos conocimientos y se modifican los anteriores, organizando su mente (Piaget, 1965). Necesitan descubrir el entorno con su cuerpo, encontrarse con nuevos problemas a resolver y buscar una solución (Bruner, 1978). Por la edad, sin embargo, no serán capaces de resolver conflictos complejos (Piaget, 1965) o medir el peligro de alguna de sus ideas de exploración.

De esta manera, como adultos se vuelve necesario brindarles espacios de exploración a nivel motriz en donde los niños puedan descubrir sus propias posibilidades y limitaciones en torno a su cuerpo, de manera supervisada. Usualmente nos puede resultar difícil confiar en que estos puedan desenvolverse físicamente con seguridad en su entorno, mas brindándoles nuestro acompañamiento, los materiales y los espacios aptos para ellos, son riesgos saludables de los que no tenemos que temer. Estos son parte de su aprendizaje (Toro et al., 2022). 

En ese sentido, es fundamental dejarlos investigar con sus sentidos las distintas texturas, imágenes y sonidos presentes en el ambiente, así como los movimientos que son capaces de realizar. Ir al parque, trepar árboles, jugar con la arena y dejar que resuelvan algunos problemas simples que se les presente en el exterior o en casa, son ejemplos del día a día en donde tenemos que practicar la confianza en ellos. Es muy recurrente que nosotros los adultos caigamos en el asistencialismo y solucionemos tareas por ellos, pues sentimos que necesitan de nuestra ayuda. Sin embargo, debemos darles la oportunidad para que ellos mismos lo resuelvan o, en caso sea una situación más compleja y necesiten de nuestra ayuda, brindarles opciones de resolución del problema para que sean ellos los que escojan la alternativa que les parece más adecuada (Castelo et al., 2022).

A medida que van creciendo y las demandas de su entorno empiezan a aumentar, los niños quieren sentirse capaces de cumplir con las responsabilidades que se les asignan y de alcanzar aquello que se espera de ellos como niños grandes. Durante esta etapa de desarrollo, tomar sus propias decisiones y tener experiencias de éxito es indispensable para que construyan su sentido de competencia (Erikson, 1950). Igualmente importante es que puedan exponerse al error y a la frustración, pues esto los ayudará a observar cuáles son las consecuencias de sus acciones y evaluar qué pueden hacer diferente en su siguiente intento. En esta etapa, los niños aprenden a identificar sus propias emociones y tomar en consideración tanto las emociones del otro como las normas sociales para decidir la mejor manera de responder a una situación (Papalia y Martorell, 2021). Es en base al marco de referencia de lo permitido y lo no permitido que les brindamos los adultos que son capaces de entender el mundo y adecuar su comportamiento en función a ello. De este modo, se vuelve fundamental a esta edad darles a los niños reglas consistentes y congruentes que finalmente los ayuden a desenvolverse adecuadamente con sus pares y resolver los conflictos que puedan surgir entre ellos con mucha más autonomía (Fátima et al., 2020; Baumrind, 1989).

Por último, la adolescencia consiste en una etapa de transición a la adultez. En esta, se despierta un pensamiento más abstracto y se consigue la capacidad de reflexionar sobre los valores y la identidad (Piaget y Inhelder, 1972). Al cuestionar todo lo que previamente asumieron como cierto, los adolescentes empiezan a buscar su lugar en el mundo e independencia de sus padres. Durante esta exploración es esperable que tengan comportamientos de riesgo, pues experimentan con mayor libertad que antes la realidad que los rodea (Papalia y Wendkos, 2012). En ese sentido, el apoyo parental centrado en la orientación y el establecimiento de límites claros es crucial para su desarrollo seguro (Zeng et al., 2022).

En este punto, como cuidadores, es importante que logremos transmitirles nuestro apoyo. Este tiene que ir de la mano con la confianza de dejarles tomar decisiones y aprender de sus errores. En ese sentido, debemos actuar como una base segura, que a su vez permite la exploración (Erikson, 1950). Esto les dará la oportunidad de construir una identidad sólida. Así, nuestro objetivo no es evitarles la experiencia, sino guiarlos hacia el desarrollo de habilidades críticas como la resolución de problemas y gestión de emociones. Esto será esencial para su vida hacia el futuro. 

Como hemos visto, las necesidades de los niños y adolescentes van variando conforme crecen, por lo que la forma en la que nos hacemos presentes también debe ir adaptándose en función de ello. En esta relación dinámica con sus cuidadores, estos pasan de requerir una guía sostenida en el proceso de descubrimiento de su propio cuerpo a, de manera progresiva, necesitar más espacio para explorar y testear los límites de su entorno y las personas que los rodean. Conforme adquieran mayor conciencia y libertad, estos pondrán a prueba su propia forma de actuar en el mundo. En ese sentido, el paso del tiempo propondrá diferentes retos, pero nuestra actitud de transmitirles confianza en sí mismos y de superar las adversidades debe mantenerse constante a lo largo de todo su desarrollo.